martes, 21 de septiembre de 2010

Manuel Acuña y su Rosario

Efemérides del día

21 de Septiembre

1551 Felipe II, ordena la creación de la Universidad de México.
1895 Abre la primera fábrica de automóviles, la Duryea Motor Wagon Company.
1949 Proclamación de la República Popular China e inicio de la llamada "era de Mao".  
1993 Histórico primer encuentro entre un Papa católico, Juan Pablo II, y el gran rabino judío de Israel.
2001 EUA impone al mundo nuevo régimen antiterrorista.
2001 La UNAM cumple 450 de haber sido fundada.
2002 Ana Guevara campeona del mundo en su especialidad.
2010 Permanecen más de 200 prisioneros en el Campo de concentración de Guantanamo.


Publicación del día

No hacía falta Rosario de la Peña, la gran dama del siglo XIX, para explicar "el triste derecho de morir" ejercido por Manuel Acuña. "estoy de viaje... si... viaje... los sabras después" habían sido las desilusiones palabras con que a la puerta de su casa, había despedido a Juan de Dios Peza, su compañero de andanzas y de aficiones literarias. Acuña supo siempre en las únicas horas poéticas, las de la soledad, que ni el mas turbo de los humores podría distraer su conciencia de esa terrible elección que significa el decidir la muerte total nacida de la propia mano.
Acerbo de la charla, agudo hasta encontrar hasta aquello que mueve a risa, su presencia en los grupos de amigos ponía movimiento y daba sabor al tema de discutido. Imaginamos el contraste que presentaría a los ojos de su concienciatan reflexiva su "yo social" tan suyo, tan personal, alegre y satírico, en convivencia con el descubrir interminable que los días del hombre estan contados, que la verdadera vida se reduce a detalles a pequeños cuidados y, muchas veces a un tercer a un tecer persisitir flotando sobre el mundo. Si en la plática había acción y movimiento, en cambio a solas reinaba la fatiga y la desolación.
Tal era en sencillas palabras el reflejo de su caracter. Susceptible al amor, propicio a la imaginación, decepcionado ante un mundo que no estaba hecho para él, su poesia proyecta, con más precisión que un diario íntimo, esa inutil esa conciencia del inútil transcurrir. Sobre un fondo ocuro, de pronto resaltan agiles versos que, más que belleza, encierran la conciencia dolida de la nada. Ante ese desplome "bajo la losa del esceptisismo", bajo un  dios náufrago que aparecía y desaparecía con intermitencias angustiosas, Manuel Acuña no pudo encontrar mejor pretexto para la realización de sus deseos que la lejania de un amor improbable. Rosario, entonces ánima de un grupo y ángel ruidoso de quienes la cortejaban, vino a sumar su historia siempre recordada el último reposo del poeta. Ni Laura Méndez, ni la lavandera que dió un hijo al autor del "Nocturno", fueron elegidas para iniciar desde ellas ese último acto tan ausente de gracia, pero tan cerca de la convivencia con uno mismo. Su testamento, en la última imposibilidad de obtener el cariño de Rosario, descubre ya el paso inicial desde el que habría de sentir la intrasferencia de su propia muerte.
Tres meses antes de su suicidio, el "Nocturno" era conocido de sus amigos. Naturalmente, Acuña lo sabía de memoria, y cuando llegó la ocasión frente a Rosario de la Peña, se lanzo sobre la mesa que se hallaba en el rincón de la sala y, sin tacahaduras ni enmiendas, escribió los cien versos que lo componen. Momentos antes, el poeta había confesado a Rosario sus relaciones con Laura y la inmortal lavandera. Rosario le había dicho, según relata Roberto Nuñez y Dominguez, "ahora ya no me volverá a llamar Mi santa prometida".
Pero aunque es evidente que Acuña insistía en lograr un amor que quizá él mismo esperaba no obtener, ninguna oportunidad mejor que aceptar tal situación para justificar el predominio que en su conciencia tuvo siempre el suicidio.

I
¡Pues bien! yo necesito
decirte que te adoro
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
        II
Yo quiero que tu sepas
que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías,
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.
        III
De noche, cuando pongo
mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero
mi espíritu volver,
camino mucho, mucho,
y al fin de la jornada
las formas de mi madre
se pierden en la nada
y tú de nuevo vuelves
en mi alma a aparecer.
        IV
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
y te amo y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.
        V
A veces pienso en darte
mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos
y hundirte en mi pasión
mas si es en vano todo
y el alma no te olvida,
¿Qué quieres tú que yo haga,
pedazo de mi vida?
¿Qué quieres tu que yo haga
con este corazón?
        VI
Y luego que ya estaba
concluído tu santuario,
tu lámpara encendida,
tu velo en el altar;
el sol de la mañana
detrás del campanario,
chispeando las antorchas,
humeando el incensario,
y abierta alla a lo lejos
la puerta del hogar...
        VII
¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un Dios!
        VIII
¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida;
y al delirar en ello
con alma estremecida,
pensaba yo en ser bueno
por tí, no mas por ti.
        IX
¡Bien sabe Dios que ese era
mi mas hermoso sueño,
mi afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer;
bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!
        X
Esa era mi esperanza...
mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo
que existe entre los dos,
¡Adiós por la vez última,
amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas,
la esencia de mis flores;
mi lira de poeta,
mi juventud, adiós!


 Manuel Acuña

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